A 85  años de su nacimiento, recordamos a "la poeta maldita" de la literatura argentina y una de las autoras fundamentales dentro del canon de la literatura hispanoamericana. 

 “Y si leo, si compro libros y los devoro, no es por un placer intelectual -yo no tengo placeres, sólo tengo hambre y sed- ni por un deseo de conocimientos sino por una astucia inconsciente que recién ahora descubro: coleccionar palabras, prenderlas en mí como si ellas fueran harapos y yo un clavo, dejarlas en mi inconsciente, como quien no quiere la cosa, y despertar, en la mañana espantosa, para encontrar a mi lado un poema ya hecho”, anotó en sus Diarios (Lumen, 2003) Alejandra Pizarnik, una de las grandes poetas argentinas del siglo XX. Su obra poética aún continúa vigente por su belleza y su espíritu de rebeldía que linda con el autoaniquilamiento. Entre sus títulos más destacados figuran La tierra más ajena (1955), Árbol de Diana (1962) y Extracción de la piedra de locura (1968).

Flora Alejandra Pizarnik nació el 29 de abril de 1936 en el seno de una familia de inmigrantes rusos que perdió su apellido original, Pozharnik, al instalarse en Argentina. Con una infancia difícil, Alejandra –como prefería que la llamaran–, desde muy joven decidió que la literatura sería el centro de su vida. A partir de allí vivió con, para y por la poesía. “Escribir con mi cuerpo el cuerpo del poema”, decía. Incluso, la poesía estuvo presente hasta sus últimos instantes de vida. En una pizarra dejó escritos algunos versos antes de suicidarse, el 25 de septiembre de 1972, a los 36 años. 

En sus diarios Pizarnik ya se había referido en múltiples ocasiones a la idea del suicidio: “Estoy en un lugar tan peligroso que no tengo fuerzas para tener miedo. (De súbito, recuerdo que V. Woolf se suicidó.) La idea de suicidio me persigue. Suicidarme en París para no ser enterrada en una ciudad que detesto, y que me parece detestar menos, paradójicamente, desde que P. R. huyó o se escondió”, escribió el 3 de agosto de 1968. En sus versos también plasmó todos sus fantasmas y dolores internos. Escribió sobre su frustración por no ser bella, sobre su tartamudez, su deseo de no querer relacionarse con la gente, su frustración por no ser más intelectual y sobre sentirse rara en en el seno de su propia familia. 

 

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Su formación e influencias

A los 18 años, empezó a estudiar periodismo. Pronto dejó la carrera pero en la facultad conoció a Juan Jacobo Bajarlía –profesor, escritor, dramaturgo–, que la introdujo en las corrientes poéticas modernas del surrealismo y las vanguardias. También la ayudó a corregir su primer libro, La tierra más ajena (1956), del que después ella renegaría. La poeta Olga Orozco fue otra de sus grandes influencias literarias, además de su gran amiga. Luego de la muerte de Alejandra, Orozco le dedicó el sentido poema "Pavana para una infanta difunta" en el que expresa: “Pequeña centinela,/ caes una vez más por la ranura de la noche/ sin más armas que los ojos abiertos y el terror/ contra los invasores insolubles en el papel en blanco./Ellos eran legión./ Legión encarnizada era su nombre/ y se multiplicaban a medida que tú te destejías hasta el último hilván,/ arrinconándote contra las telarañas voraces de la nada”.

En París, donde  vivió cuatro años (entre 1960 y 1964) estudió historia de la religión y literatura francesa en la Sorbona. Allí conoció a varios poetas e intelectuales, entre ellos, Octavio Paz, Simone de Beauvoir y Marguerite Duras, y entabló amistad con la poeta Ivonne Bordelois. "Su poesía era un entramado de intertextualidades de la palabra ajena convertida en propia", dijo Bordelois. También conoció los círculos intelectuales de París de la mano de Julio Cortázar con quien estrechó una amistad que continuaría por correspondencia. “(...)El poder poético es tuyo, lo sabés, lo sabemos todos los que te leemos; y ya no vivimos los tiempos en que ese poder era el antagonista frente a la vida, y ésta el verdugo del poeta. Los verdugos, hoy, matan otra cosa que poetas, ya no queda ni siquiera ese privilegio imperial, queridísima. Yo te reclamo, no humildad, no obsecuencia, sino enlace con esto que nos envuelve a todos, llámale la luz o César Vallejo o el cine japonés: un pulso sobre la tierra, alegre o triste, pero no un silencio de renuncia voluntaria. Sólo te acepto viva, sólo te quiero Alejandra.(...)”, le escribió Cortázar en una de sus cartas. 

Volvió a Buenos Aires en 1964 y conoció a la escritora Silvina Ocampo que se convirtió en su amiga. Publicó otras siete obras con poemas, escritos, relatos surrealistas y hasta novelas cortas.  Escribió siempre acechada por sus propios demonios. "En el fondo —escribió  el 25 de julio de 1965 en sus diarios— yo odio la poesía. Es, para mí, una condena a la abstracción. Y además me recuerda esa condena. Y además me recuerda que no puedo 'hincar el diente' en lo concreto. Si pudiera hacer orden en mis papeles algo se salvaría. Y en mis lecturas y en mis miserables escritos".  Vida y poesía eran una para ella y así lo plasmaba: “Abandono de todo plan literario. Las palabras son más terribles de lo que me sospechaba. Mi necesidad de ternura es una larga caravana, sé que escribo bien y esto es todo. Pero no me sirve para que me quieran”. 

Alejandra Pizarnik murió en su departamento de la calle Montevideo, en la ciudad de Buenos Aires, después de ingerir 50 pastillas de Seconal. “No quiero ir/ nada más/ que hasta el fondo”, dejó escrito en la pizarra en la que a diario solía escribir sus versos atormentados.