El último ensayo de Sofía antes de la muestra del taller de actuación. Otra vez frente a la clase, su cuerpo iluminado por la luz del escenario, sus compañeros a oscuras del otro lado, en las butacas invisibles pero bien presentes. 

Un silencio espeso, expectante. 

El trabajo de Sofía: una mentira. El relato de una ficción, tan transparente y tan bien contada como cualquier verdad. 

Las palabras de Sofía ahora, pesadas en su boca, reptantes por el aire. La luz del escenario, la sombra en la platea, los ojos de la clase. Ojos de gatos en la oscuridad. Palabras gruesas como burbujas de polvo. Su idea: su suicidio. Una decisión difícil, pero necesaria. Una decisión liberadora. Una mentira como una verdad. 

En sus palabras un vacío de explicaciones, los motivos ausentes pero muchos detalles en el cómo, en el cuándo. El método más efectivo y menos doloroso. El mejor para su plan. En su casa, en la cocina, al lado del horno, sola y tranquila. Con las puertas y ventanas bien cerradas, con trapos en las rendijas. Con un vaso de agua y tres cajas en la mano: Rivotril, Lexotanil, Trankimazín.

Sofía y sus dedos temblorosos en las cajas ahora abiertas. Las pastillas como clavadistas, expulsadas a la libertad. Desde el encierro del blíster hasta el cuenco del mortero, una a una, montaña de colores. Rosa viejo, blanco tiza, amarillo flúo.

Un momento de duda, de miedo, de fragilidad. Mejor los blísteres vacíos y las cajas a la basura. Mejor la basura afuera, al contenedor de la calle. Mejor sin rastros de la idea; mejor sin pistas.

Ya en la vereda, el viento fresco en su cara. Y de nuevo la duda, el miedo, la fragilidad. 

Pero otra vez adentro, Sofía sola en la cocina, puertas y ventanas selladas con trapos. Vaso de agua y montaña de pastillas en el cuenco del mortero. La presión insistente hacia abajo, sobre el cuenco, la fuerza aplastante en el mortero y al fin, el polvo.

Ella, su boca, sin miedo. Ahora. Seguridad, firmeza. Un grito callado de basta. Basta, hasta acá para mí. Y más rápido, mejor. Cuanto más rápido, mejor. ¡Uno dos tres, ya! Todo el polvo de colores directo a la garganta. Todo. Picazón. Cosquillas. Cucarachas inquietas. Dolor al final del estómago. Puñado de espinas. 

Agua, pronto.

El plan: la cuenta. Cinco minutos con todos sus segundos. Uno. Dos. Tres. Sofía sentada en el suelo frente al horno. Los números, la cuenta. Veintitrés. Veinticuatro. Los ojos bien abiertos, puntada en el pecho. Cincuenta y nueve. Sesenta. Pasado el primer minuto de la cuenta, el dedo pulgar de su mano derecha hacia arriba. Y de nuevo el uno. El dos. El tres. De nuevo la cuenta pero con más fuerza, los ojos pesados con ganas de. Los ojos abiertos, ardientes, con ganas de. Los ojos insoportables. Pero no. Treinta y tres. Treinta y cuatro. Treinta y cinco. Una nueva puntada en el pecho, una piedra sobre el esternón, una piedra con otra piedra sobre el esternón. La cuenta, la atención en los números. Sesenta. Y… pausa. Tres. Cuatro. Cinco. ¡Concentración! Concentrada, que ya casi. Y el dedo índice arriba, junto al pulgar de la mano derecha arriba, con la cuenta de los minutos pasados, de los dos minutos pasados ya. Dos minutos enteros y once. Doce. Trece. ¡Fuerza! Hasta cinco minutos, apenas. Hasta cinco, hasta toda la mano. Los ojos abiertos, la voluntad. La mano izquierda en su boca por esas ganas violentas de, por ese vómito con ímpetu de. Pero no. Ya casi, la respiración cortada. Ya casi, el dedo del medio también arriba en tres minutos contados completos. Y apenas dos minutos más, dos más, apenas dos. Ya casi, dieciséis. Vamos, diecisiete. Concentrada, dieciocho. ¿Y si…? Diecinueve. ¿Y si mejor el gas antes? Veinticinco. ¿En el minuto cuatro? Treinta y dos. ¿Y si mejor el gas ya? Treinta y nueve. Fuerza. Cuarenta y uno. ¡Fuerza! Cincuenta y dos. Los ojos pesadísimos… Cincuenta y tres. ¿Ahora, o por las dudas un poco más? Un poco más, mejor hasta cinco, mejor como el plan original. Firme en el plan. Ya casi. ¡Sesenta! Último dedo arriba, vamos. Cinco. Seis. Siete. El último minuto. La mano derecha ya relajada abajo, la cuenta de los minutos deshecha sobre la rodilla, la mano abierta, si total... El último minuto. El último, para siempre. Hasta sesenta y ya. Hasta sesenta y el gas. Veintinueve. Treinta. Treinta y uno. El estómago un trapo, retorcido, basura, doliente. Ya casi. Y el gas mejor bien al final. Por el olor, por la asfixia. Mejor bien al final. Por el miedo. A los cinco minutos, como el plan original. Cincuenta y tres. Los ojos abiertos. ¡Los ojos abiertos! Cincuenta y seis. Un grito. ¡Cincuenta y siete! Otro grito. ¡Cincuenta y ocho! Los gritos de Sofía a través de las telas atrapadas en las rendijas de las puertas. ¡Cincuenta y nueve! En las rendijas de las ventanas. ¡Sesenta, ya, las hornallas! Pero despacio. Con control, con extremo control. ¡Despacio! Apenas un cuarto de giro. Una. ¡Concentración! Otra. ¡Apenas un cuarto! La tercera. Las arcadas. Las cuatro. Todas al máximo y ahora el horno, la tapa abajo y la perilla, despacio. Despacio. Un último esfuerzo. Atención, un cuarto de giro también, al máximo. Ya. La cabeza.

Listo. 

Ahora sí. 

Un último respiro. 

Ya.

El dolor. 

Ya.

Una piedra sobre otra piedra. 

Ahogo. 

El corazón. 

El vómito, ahora sí. 

El suelo. 

El golpe. 

 

—¡Bueno, listo, hasta ahí! —el grito del profesor de actuación desde su butaca. 

Sofía, en la luz del escenario, con lágrimas en los ojos y la boca apretada. Sus compañeros tragados por la sombra. Mudos, azorados, invisibles. Silencio: prolongado, incómodo. Clavada en el suelo la mirada de Sofía, expectante. Colmada de dudas y miedo. 

Entonces, de pronto, un aplauso. Y enseguida, otro, otro y otro. Una marea de aplausos, compañeros de pie. Aún invisibles en la platea pero de pie, estallados de admiración. La falta de costumbre del aplauso al final del trabajo de cada compañero, convertida ahora en un ensayo perfecto, no del día de la muestra sino de un gran estreno: a sala llena, en el mejor teatro, con las entradas más caras. 

—¡Bravo, Sofía!

—¡¡Bravo!!

Y un “gracias” tímido de Sofía. Y otro “muchas gracias, de verdad” con satisfacción. Y otro “gracias” con el orgullo de un trabajo bien hecho. Saludos, abrazos, palmadas en la espalda, caricias en el pelo. Y también un poco de envidia de parte de alguno.

A la salida, una cena grupal en una pizzería ruidosa. El festejo previo, a pocos días de la muestra. Sofía en la cabecera. Pizzas, cervezas y brindis. Risas, carcajadas.  

Más tarde, un beso en la puerta de su casa. Quizá un posible reencuentro. Quizá un sabor a despedida. 

Y ahora adentro. La quietud. Su espalda sobre la puerta ya cerrada. El silencio y la calma, por fin. Ella sola, con una decisión. Pensada. Ensayada. Tomada. Difícil y necesaria. Liberadora.

Sofía. 

Con las puertas y ventanas selladas con trapos. 

Rosa viejo, blanco tiza y amarillo flúo en el mortero. 

El horno muy cerca. Y un vaso de agua en la mano.

 

*Publicado en el volumen de cuentos Una ciudad otra (Hexágono editoras)