“Señor Ricardo Rojas. Estaba yo ausente en una de mis correrías (...) cuando nuestro común amigo, don Juan Roldán vino a verme y me trajo la Historia de la literatura argentina de usted, mi querido y buen amigo (...). Estoy leyendo su historia con no poco gusto y mayor provecho y me propongo aprovecharla asombrosamente en unos artículos y ensayos”. Así comienza esta carta de 1919, que el escritor español Miguel de Unamuno le dedicó al autor argentino Ricardo Rojas. Se conocieron a través de distintos amigos en común, como Juan Roldán. Fueron ellos quienes acercaron a estos dos grandes de las letras. No tuvieron una amistad íntima y personal, pero sí mantuvieron una asidua correspondencia que duró más de veinte años.

“Señor Ricardo Rojas. Estaba yo ausente en una de mis correrías (...) cuando nuestro común amigo, don Juan Roldán vino a verme y me trajo la Historia de la literatura argentina de usted, mi querido y buen amigo (...). Estoy leyendo su historia con no poco gusto y mayor provecho y me propongo aprovecharla asombrosamente en unos artículos y ensayos”. Así comienza esta carta de 1919, que el escritor español Miguel de Unamuno le dedicó al autor argentino Ricardo Rojas. Se conocieron a través de distintos amigos en común, como Juan Roldán. Fueron ellos quienes acercaron a estos dos grandes de las letras. No tuvieron una amistad íntima y personal, pero sí mantuvieron una asidua correspondencia que duró más de veinte años.

A la fecha de aquella carta, Unamuno tenía 55 años y ya estaba consagrado en el mundo de las ideas de su tiempo, ocupando un lugar en lo que luego se conoció como el panteón de los intelectuales de la Generación del 98: escritores, pensadores y artistas atravesados por la crisis sociocultural y política de la Guerra hispanoestadounidense, cuyo resultado fue la pérdida de la isla de Cuba, Puerto Rico, Filipinas y Guam, que pasaron a estar bajo la soberanía de los Estados Unidos de América. Unamuno, hasta entonces, había publicado varias novelas, ensayos, obras de teatro y poesía. Entre ellas, Paz en la guerra (1897); Paisajes (1902); El pasado que vuelve y Fedra (1910); Del sentimiento trágico de la vida (1912); El espejo de la muerte (1913); Niebla (1914); Abel Sánchez (1917). En sus páginas expuso con maestría las contradictorias emociones humanas, preguntas sin respuestas, vacíos espirituales y laberínticos pensamientos existencialistas.

Por su parte, el tucumano Ricardo Rojas contaba con 37 años y más de diez libros publicados. Su vocación de docente lo llevó a fundar institutos, universidades y a ejercer el cargo de rector de la Universidad de Buenos Aires. Allí creó la primera cátedra de literatura argentina en 1913, donde dictó clases durante más de tres décadas. Es en este contexto cuando comenzó a escribir los ocho tomos de su monumental Historia de la literatura argentina. Ensayo filosófico sobre la evolución de la cultura en el Plata, ya que hasta ese momento no había textos académicos que profundizaran sobre la cuestión. Y fue un pionero: logró una obra que lo consolidó como uno de los referentes más importantes en sistematizar y revalorizar los distintos géneros literarios –como el gauchesco– que hicieron a los estudios de literatura de este lado de la región. Como crítico, también trabajó para recuperar de El gaucho Martín Fierro, con el deseo de posicionarlo como el gran poema épico nacional –una suerte de Mio Cid argentino–, en contra de lo que muchos opinaban sobre la obra de José Hernández. Autodidacta por naturaleza, escribirse con Unamuno era más que una correspondencia. Era estar en contacto con los grupos ilustrados más fuertes de la época. Fue un aprendizaje que lo llevó a reflexionar sobre la literatura, las artes y el mundo castellano. También lo hizo con otras personalidades de la cultura española, como el historiador y filólogo Ramón Menéndez Pidal.

Libros, libros y más libros. De eso se tratan las cartas entre estos dos escritores que el Museo Casa de Ricardo Rojas conserva en su archivo. Por ejemplo, la primera que posee data de enero de 1904: una felicitación de parte de Unamuno a Rojas, por su obra poética La victoria de un hombre (1903). Allí, el español le hace una devolución con consideraciones generales y lo saluda como un verdadero “romántico”. Hablan de sus intenciones editoriales, artísticas, publicaciones actuales y futuras, como La vida de Don Quijote y Sancho según Miguel de Cervantes y El cristo invisible. Palabras, palabras y más palabras. De eso también charlaban. Se dice que Unamuno era muy celoso del idioma y no son pocas las veces que corregía o explicaba a Rojas sobre determinados términos, expresiones y etimologías. Por ejemplo, vocablos como “anímula”, “vágula”, “blándula”, advirtiéndole además este uso como un claro eco de las lecturas de la obra de Rubén Darío.

Como expresó Miguel de Unamuno en el primer párrafo de su carta de 1919, el autor español le comenta a Rojas que las opiniones sobre su producción literaria no tienen la intención de polemizar ni discutir; sino, sobre todo, de realizar un trabajo doctrinal y analítico. Es decir, se posiciona como catedrático para justificar los reparos que, después, lleva a cabo a lo largo del texto. “No es Mio Cid, sino Mió Cid. El pronombre posesivo (...) en tiempos del poema es (...) Mió y no Mio”, señaló Unamuno. De alguna manera, como si se tratara de un profesor a distancia, el autor de Niebla va proponiendo ciertos caminos, miradas y perspectivas a un joven pero experimentado Rojas, quien aprovecha el intercambio epistolar como formación. Y nada menos que con uno de los grandes de la literatura española: “No se fíe usted de españoles más que de Menéndez Pidal, en cuya gramática puede ver lo de ‘raza’ y lo de ‘heñir’ y no caso a Cejador que ha saltado de la escolástica lingüística a las más aventuradas hipótesis sin más que un atropellado atracón de fonética y morfología científica de verdad. Claro que todo se lo digo a usted y reservo para mí público mucho que de bueno tengo que decir sobre lo sustancial de su libro”, le aconseja Unamuno.

Según aquellas y otras aclaraciones que le confiere a Ricardo Rojas, esta carta trata del primer tomo de Historia de la literatura argentina. Allí se exponen muchos de los términos que aparecen en las observaciones de Unamuno. Sobran ejemplos: “El lenguaje sencillo castellano excluye el acento esdrújulo. Más bien es tendencia popular es tendencia popular aquí acentuar esdrújulo ‘méndigo’, ‘périto’, etc. Los llamados sufijos átonos (...) ‘murciélago’, ‘ciénaga’, etc., vienen de ahí”, o cuando le dice: “‘Raza’ no deriva de radix, sino de radía, forma latina vulgar”. También, en algunas de sus correcciones, toma posición de una forma más cruda: “Su etimología de ‘gaucho’, de gaudio, me parece inaceptable. En primer lugar, a pesar de lo que usted mismo dice acaso para sustentarlo en la nota de la página 253 no es frecuente, sino completamente insólito que un nombre derive de la primera persona del singular del presente del indicativo. (...) Gauderio no creo que tenga nada que ver con el latín” o “Leo una palabra ‘señudo’. ¿Es errada?”.

En la Universidad de Salamanca, en medio de lecturas sobre la obra de Plutarco, se estrecharon por primera vez las manos. Recorrieron la institución, la Catedral, el convento de San Esteban y otros lugares de la ciudad, mientras charlaban como dos buenos peripatéticos. Rojas almorzó con la familia Unamuno. De perfil austero, hablaron de todo, incluso de lo divino y lo humano. El escritor español, como tantas otras veces, se enojaba con Dios por los defectos de los seres terrenales, y su devota mujer refutaba sus sentencias con humor para salvarlo de aquella mirada superior e invisible. Rojas, siempre en compañía de su amigo, visitó también La Flecha y Ciudad Rodrigo, antes de continuar su viaje por Madrid.

“¡Hombre completo, en verdad, y complejo! Yo siento ahora la dicha de haberlo conocido, y el orgullo de que me prodigara su calurosa amistad durante más de treinta años. Conservo sus retratos con dedicatorias autógrafas, sus cartas numerosas, los artículos que consagró a mis obras”, expresó el autor argentino en uno de sus textos. Al despedirse en la estación de Salamanca, ningún de los dos supo que jamás volverían a verse.

25 años después de la muerte de Ricardo Rojas, en 1982, un decreto presidencial instituyó el 29 de julio como el Día de la Cultura Nacional, en conmemoración por el gran aporte a la cultura y educación argentinas, la revalorización de las lenguas nativas y su pensamiento democrático y nacionalista.