En sus obras, la joven dramaturga y escritora ahonda en las formas del amor, los lazos familiares, las múltiples identidades y los miedos insondables. Con una mirada aguda y textos frescos, es una de las autoras más destacadas de su generación.

Camila Fabbri nació en 1989. Es joven y talentosa, también multifascética: escribe narrativa y teatro; es actriz y directora, y da clases de dramaturgia. Su amor por las letras se remonta a los nueve años, cuando repartía entre sus familiares los cuentos que escribía e imprimía en hojas A4. Años después, esa incipiente vocación se fue transformando: estudió dramaturgia e hizo talleres de escritura. A los 19, escribió y dirigió la obra de teatro Brick. Le siguieron Mi primer Hiroshima y Condición de buenos nadadores, en las que ahondó en las formas del amor, los lazos familiares y las múltiples identidades. “Con un pie en el teatro y otro en la narrativa, ve mucho y dice lindo; como una niña vieja, sabe muchas cosas al escribir y nos las otorga”, la define la escritora Romina Paula. En su primer libro, Los accidentes, Fabbri puso esa mirada atenta en el peligro que entrañan las situaciones cotidianas. Los catorce cuentos que lo componen están protagonizados, en su mayoría, por jóvenes: enamorados que se accidentan como una forma de ritual, chicos que juegan con armas durante una fiesta familiar o un adolescente que fabrica bombas. Todo sucede en medio de climas enrarecidos y con una sensación de peligro inminente.
Para ella, el libro es muy personal, un cúmulo de sus experiencias plasmadas en el papel, en historias. “Mis ideas sobre la maternidad, sobre el peligro de la cría, sobre accidentarse, sobre el matrimonio, los amigos, el paso del tiempo. En el libro hay cuentos que escribí a los diecisiete y otros que escribí a los veinticinco. Es realmente un cúmulo de experiencias y sensaciones muy mías”, explica. 

Escribís narrativa, sos actriz, dramaturga y dictás talleres de dramaturgia ¿Cómo conviven todas esas facetas?
Creo que todas las facetas responden a un interés en común: la escritura. Empecé estudiando actuación a los dieciocho años porque pensé que quería desinhibirme pero cuando estaba en escena, no podía pensar en otra cosa más que en "cómo se veía eso que estaba haciendo", una suerte de autocontrol. Una necesidad de ver de afuera, de no estar poniendo el cuerpo. Entonces empecé a escribir en un taller y ahí se fusionaron mejor las letras con el teatro. Actuar me gusta, pero en formato audiovisual. Creo que, personalmente, me siento más cómoda con los gestos pequeños que necesita una cámara; la actuación teatral, ese en vivo, no es para mí.
Esas búsquedas, y de repente algunas de esas certezas, tienen que ver con un oficio que se fue armando. Todo está relacionado; la escritura para actuar, actuar, la narrativa, después de haber escrito y haber tomado talleres, poder compartir eso con otros en formato de clase o de clínica, taller o seguimiento de procesos de escritura de otros.
En los dos talleres que doy dentro del programa en barrios del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires me gusta remarcar mucho eso: que yo no estoy enseñando cómo hacerlo, sino que ese es un espacio para conversar sobre la escritura, sobre el proceso de cada uno. Encontrar un vehículo para que esos proyectos terminen o lleguen a una instancia más.

En los cuentos de Los accidentes aparece lo cotidiano, pero vos ponés el ojo y la pluma en lo diferente, en el peligro, en lo que no se ve a simple vista. ¿A qué debe esa elección de narrar lo cotidiano y esa perspectiva en particular?
Es difícil hablar sobre lo que uno hace sin darse cuenta. Sobre ese piloto automático, totalmente inconsciente, de la escritura. Porque ese es el camino del pensamiento que uno tiene. El pensamiento está ahí todo el tiempo haciendo cosas, y yo realmente no sé por qué ni cómo las hace. Creo que la escritura es la transcripción de cómo pensamos a diario, o qué elegimos ver de cada cosa. Quizás yo elijo algunos detalles, o esa miniatura que indica que una situación cotidiana, sin grandes riesgos aparentes, podría, también, salir mal. No sé por qué soy así, supongo que hay un grado supremo de pesimismo que trato de solapar con ideas superadoras. A veces puedo, otras no.

 

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¿Cómo fue el proceso de escritura de Los accidentes?
Los accidentes es el resultado de muchos años de escritura. Como toda primera obra o película, cuadro o proyecto artístico que pueda surgir por primera vez, trae el cúmulo de años y años de vida, de ideas, de haber puesto el ojo en determinadas cosas. Yo creo que el proceso de escritura de Los accidentes tiene que ver con la transcripción de mis primeros años de vida hasta esa parte, hasta mis veinticinco, cuando decidí que esos cuentos podían ver la luz. Mis ideas sobre la maternidad, sobre el peligro de la cría, sobre accidentarse, sobre el matrimonio, los amigos, el paso del tiempo. En el libro hay cuentos que escribí a los diecisiete y otros que escribí a los veinticinco. Es realmente un cúmulo de experiencias y sensaciones muy mías.

En general, ¿tenés rutinas de escritura? ¿En qué momentos escribís?
Me encantaría tener una rutina, pero no la tengo. Creo que hay un ideal de que el oficio de escritor se nutre de rutinas, de horarios. Sospecho que eso va apareciendo con el tiempo. Yo todavía estoy entendiendo de qué se trata todo esto. Por ejemplo, creía que no, pero cuando reuní los cuentos que venía escribiendo desde que se publicó Los accidentes me dí cuenta que tenía muchos, más de los que yo creía, y que eso podía, tal vez a futuro y con mucho trabajo de corrección, convertirse en un futuro libro. Ahora estoy en ese proceso y es el que más disfruto y el que más me ordena: la corrección. Pasar otra vez por ahí y ver con qué me quedo y con qué no. Creo que la corrección es esa instancia consciente. Mi relación más cercana con el ritual.

¿Qué leés?
Tengo momentos de lectura. Ahora estoy leyendo cuatro libros a la vez: Incendios, de John Ford; Los elementales, de Michael Mcdowell; El trabajo de los ojos de Mercedes Halfon y Zona de obras de Leila Guerriero. Este último lo estoy releyendo porque me sirve mucho, me estimula las ideas, es como un gimnasio de la escritura. Guerriero defiende a capa y espada el esfuerzo, el oficio, las horas de escritura, el ritual. Sospecho que leyéndola algo de eso se me pegará. Sobre los demás, los leo por placer y por necesidad: algo de todos ellos me sirve para algo sobre lo que estoy trabajando. Me gusta leer mucho en el colectivo: trabajo en San Isidro, -eventualmente no todos los días pero algunos días a la semana- y vivo en Almagro así que en esos viajes leo mucho.

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¿Cuáles son tus libros de cabecera, a los que volvés siempre?
Mi novela preferida, por el momento, es Los galgos, los galgos de Sara Gallardo. A Leila Guerriero la leo siempre, porque me gusta y porque tiene una fuerza como de locomotora o de militancia. Vuelvo mucho a los cuentos de David Foster Wallace también, y nunca dejé de leer las tiras de Mafalda, Quino. Me gusta mucho su humor irónico.

¿Leés a autores de tu generación?
Leo a muchos autores y autoras contemporáneos. Me gusta saber qué se escribe, sobre qué, dónde van poniendo el foco. Me interesa mucho la poesía que se escribe, ver cómo la narrativa usa la poesía para extenderla y transformarla en cuento o novela. Me gusta ese diálogo de formas u oficios que se da, el cineasta o músico que escribe o viceversa y encontrar esos detalles en su producción. No sé si es actual o se estará repitiendo, solo puedo hablar desde mi experiencia, pero ese gran auge actual de artistas con más de una faceta me resulta muy atractivo.

¿Quiénes son tus referentes en el mundo de la dramaturgia, el arte y la escritura?
No sé si podría dar nombres en materia de referentes. Tal vez lo dije alguna vez, es que de eso estoy segura, los referentes cambian todo el tiempo. Son pequeños enamoramientos que hacen que uno avance o se agarre de ellos como una estampita. Digo, para perderle el miedo a eso de avanzar o crecer. Mis referentes son mis amigos, muchas veces mi mamá que es psicoanalista y trabaja muchas horas diarias escuchando las historias que vienen otros a contarle. Creo que eso es una forma de escritura también, el oír perpetuo, como trabajo, como oficio.
Mis amigos son referentes en cuanto a la liviandad que tienen para las cosas, para lo que yo considero pequeñas catástrofes cotidianas, me gusta ese otro modo de ver las cosas que pueden tener. Mis gatos también pueden ser referentes, están todo el día ahí, en silencio, soportando el tiempo, durmiendo para que el día pase más rápido. Eso me da ganas de escribir. Pero también están los cuentos cortos de Augusto Monterroso, o la poesía de José Watanabe o reencontrarme con el universo de Salinger o la hondura de Clarice Lispector. Es dificil elegir, todos fueron referentes de algún modo. A todos les robé algo, con algo de todos ellos me quedé. Mis maestros también, por supuesto, lo fueron de algún modo. Ya nombrarlos así los vuelve protagonistas.

¿Cuál es tu relación con las bibliotecas?
Actualmente no concurro a bibliotecas porque compro libros en librerías o descargo de internet para leer en e-book. De chica tenía un magnetismo particular con la biblioteca de mi escuela primaria, eso sí lo recuerdo, y también con la bibliotecaria. Era de las que sacaba libros permanentemente, y la biblioteca te ejercitaba en el ejercicio de devolverlos - cosa que después no se aplica mucho en la vida cotidiana, uno presta libros que jamás vuelven y eso me parece tan desleal-. La bibliotecaria se llamaba Marcela y era una especialista en materia de recomendaciones infantiles, en educar la visita, a futuro, a la librería, en qué pensar cuando se elige un libro, en qué mirar, en cómo buscar en los estantes. Gracias a ella llegué a Graciela Montes, una de mis favoritas para siempre.