¿Por qué y para qué leían las mujeres en el siglo XIX? ¿Cuándo y dónde, bajo qué circunstancias lo hacían, o cómo debía hacerlo según sus mentores? Artistas, letrados y hombres públicos las representaron con un libro en la mano, con una carta, un poema, un catecismo, también leyendo periódicos y panfletos políticos. Aquí, Graciela Batticuore analiza la relación entre estos imaginarios y sus prácticas, a través de un recorrido por diversos escenarios de la cultura argentina.

Imaginemos que estamos ante un cuadro costumbrista de mediados del siglo XIX, que tiene por asunto principal el motivo de la lectura en voz alta, compartida, en un ambiente familiar donde predominan las mujeres. Sería así: un hombre entrado en años yace reclinado sobre un sillón mullido, las piernas cruzadas, la nuca descansando sobre el respaldo, el periódico abierto, ligeramente arrugado entre las manos. A su izquierda otro caballero más joven lo contempla mientras toma un mate, está apoyado sobre el perfil de una ventana alta por la que se filtra la luz matinal que riega el interior de una acogedora habitación donde transcurre la escena. De derecha a izquierda, terminando casi en frente del lector del periódico, se suceden en posiciones diversas tres mujeres: una criada negra que aguarda órdenes, una joven que está sentada, bordando, sobre una gran cama estilo imperial donde su madre (o quizá su abuela) se encuentra recostada y arropada, saboreando también ella un mate, mientras escucha y observa, a su vez, al hombre que lee en voz alta. Sobre la cama caen los velos de un rico cortinado; sobre el piso se despliega una alfombra recamada; sobre las mesitas que coronan la habitación hay un jarrón de agua para acicalarse y, por supuesto, una lámpara a vela que servirá para iluminar la estancia cuando caiga la noche.
 

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Prilidiano Pueyrredón. Familia de Don Pedro Bernal y una criada. Colección privada. 


Este cuadro lo pintó sobre un lienzo, al óleo, el artista argentino Prilidiano Pueyrredón, sin dudas por encargo de un jefe de familia que deseaba perpetuar así la memoria de su prole, en una pose a la vez apacible y distinguida. Familia de Don Pedro Bernal y una criada, se llama la obra, no muy conocida, porque tan sólo circuló esporádicamente, reproducida en las páginas de algunos estudios del crítico José León Pagano a comienzos del siglo XX, mientras el lienzo permanecía al albergo de sus propietarios (probablemente, de los descendientes de Bernal), en colección particular. Cabe preguntarse, por ejemplo, aunque la respuesta sea bastante evidente, por qué Bernal habría elegido representar a su familia en esta escena doméstica, íntima y matutina donde conviven los extremos (el señor que lee y la criada que sirve, seguramente iletrada). ¿Y dónde, en qué lugar de la casa habría querido el propietario exhibir este lienzo de medidas pequeñas (apenas 32 x 42, el tamaño, casi, de un retrato portátil)? ¿Con qué marco lo habría revestido? ¿Y para qué usos lo había imaginado? ¿Tan sólo para perpetuar la memoria de una familia culta y distinguida (la suya propia)? ¿O acaso para constatar y dejar bien asentado ante el círculo de amigos y allegados, por ejemplo los habitués de las tertulias hogareñas que frecuentarían su casa en esa misma época, que efectivamente lo eran? Por cierto, a mediados del siglo XIX, es decir bajo la estela subyugante del romanticismo que tiñó casi toda la centuria (desde mediados de la década del 20 en adelante) retratarse leyendo –o escribiendo– implicaba todo un signo de distinción social que ennoblecía al retratado, lo ubicaba en su entorno y a veces, también, lo connotaba políticamente. Esto último lo ilustran a la perfección, ya antes de Pueyrredón, unas cuantas obras confeccionadas por Carlos Enrique Pellegrini entre fines de 1820 y mediados de 1830, cuando compone el perfil de hombres y mujeres de la alta sociedad porteña que aparecen rodeados de libros, manuscritos, cartas o bibliotecas, envueltos a veces en una trama de veladas significaciones políticas. Podemos citar algunos casos conocidos, como por ejemplo el bellísimo retrato de Lucía Carranza que sostiene entre sus manos el Telémaco de Fenelón. O el de Fernández de Agüero o de Manuel Antonio Castro que aparecen rodeados de manuscritos y plumas, con un libro de su autoría entre las manos, que evoca un episodio conflictivo de su biografía política. O el de Botet de Senillosa, que sostiene un pequeño librito con el título de Beneficencia, aludiendo a su actividad como secretaria administrativa y contable de la institución que fundó Bernardino Rivadavia en la década del 20 (la Sociedad de Beneficencia), ya bajo el gobierno de Juan Manuel de Rosas. Además de ellos, muchas otras porteñas quisieron ser retratadas también por Pellegrini con libros o esquelas entre sus manos: doña Andrea Ibáñez de Anchorena, doña Aniceta Villariño de Lagos, doña Feliciana Ugalde de Maldonado, doña Francisca Ambroa de Alsina, doña Isabel Agüero de Ugalde, doña Manuela Aguirre de García, doña Mercedes Anchorena de Aguirre y doña Segundina de la Iglesia de Castellanos se muestran al espectador ya sea solas o acompañadas por sus hijos o esposos, dispuestas a ser recordadas por la posteridad por ese saber hacer que importa la lectura. 
 

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Carlos Pellegrini Botet de Senillosa. Retrato de Lucia Carranza.
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Doña Pastora Botet de Senillosa.

Con todo, aunque la serie que pinta Pellegrini es vasta y por demás significativa, no encontramos entre los retratos femeninos a ninguna mujer lectora de periódicos: ninguna que lea por sí misma o que se entere de lo que dice la prensa a través de la voz de un mediador, como sucede, en cambio, en la obra de la familia Bernal que compuso Prilidiano Pueyrredón. Él sí coloca la escena de lectura del periódico en primer plano en ese cuadro costumbrista, apacible, cuasi fotográfico, que se presenta ante los ojos de los espectadores como salido “del natural” y en el que la lectura compartida parece estar exenta de toda peligrosidad: es decir, todo aparenta estar aquí a resguardo, colocado “en su lugar”. Me refiero al hecho de que el retrato ofrece una perspectiva tradicional y muy cara al siglo XIX (aunque esta configuración deje de lado otras complejidades de la vida real): nos dice que la lectura del periódico es una ceremonia cotidiana que está directamente ligada al protagonismo masculino, más propiamente al hombre de la casa. Él domina la escena: él lee para las mujeres, él selecciona, recorta, organiza, supervisa, administra, da a conocer a las mujeres de la casa lo que a ellas conviene o debe interesar. El hombre es el mediador, el guía y el maestro de lectura femenina (desde luego, esto se reitera en otra serie de representaciones literarias del siglo XIX, que exceden el coto exclusivo de la lectura de periódicos). Por su parte, ellas hacen bien lo suyo: sirven si son criadas, descansan si son ancianas o están entradas en años, bordan, si son jóvenes y están "en edad de merecer". 

Mientras realizan cualquier de estas otras actividades que le son propias, además, se ilustran un poco acerca de lo que informan los periódicos. Puede decirse, así, que el señor Bernal y familia –tanto como su retratista– se atienen a las preferencias o las prescripciones moralistas de su siglo, que alertan precauciones con las lectoras: cuidado con los libros que llegan a sus manos, especial cuidado con las novelas. Y cuidado, también, con los periódicos, que hasta muy entrado el siglo XIX en el Río de la Plata participan activamente de la guerra de ideas y de la lucha facciosa. Precisamente, debido a que la prensa está estrechamente ligada con los asuntos públicos es que aparece más asociada con las prácticas de lectura y escritura de los hombres. En cambio las lectoras, si se retratan como tales, prefieren hacerlo con un misal, un libro, una carta en la mano. Eso explica, al menos en parte, que en la familia Bernal las mujeres se enteren de las noticias a través del hombre de la casa. A la hora de ser representadas sobre el lienzo, de elegir una imagen a través de la cual ser observadas por los contemporáneos o evocadas por la posteridad, ellas no se muestran directamente leyendo el periódico: por cierto, en esta pintura las mujeres ni siquiera lo palpan. 
 

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Benjamín Franklin Rawson. Escena interior. Colección privada.

Claro que estamos en la casa de una familia burguesa, probablemente de una familia de la elite porteña de mediados de siglo. Así que la perspectiva de Pueyrredón no es original sino que busca su acierto en los ideales de un sector social y de una época. Por eso no sorprende que algo de lo que encontramos en esta pintura se reitere, bajo una clave diferente, en otro lienzo de Benjamín Franklin Rawson pintado en 1867, titulado Escena interior. De nuevo tenemos allí a una joven escoltando a un lector. ¿Se trata de una criada o de una joven de familia? No hay otras mujeres adultas en la escena sino tan sólo una niña que acompaña, un poco atrás del hombre, y que parece estar ajena a la lectura que él practica en silencio (al igual que la muchacha aunque por razones diversas: no es su clase social, en todo caso, sino la edad, lo que la deja a la niña fuera de la situación de lectura del periódico). El hombre esta vez no lee en voz alta sino que lo hace para sí. La lectura es aquí el goce, ¿el lujo?, de un señor burgués que mientras lee y se ilustra, es bien servido en sus necesidades de hombre de mundo: la joven se ocupa de acondicionar el ambiente para que él pueda leer. Ella tiene en sus manos un pabilo con el que acaba de encender la vela que ilumina la escena mientras él, insisto, lee cómodamente el diario. Antes o después lo aguarda también la lectura de un libro, según testimonia la presencia de un volumen cerrado en la esquina de la mesa. 


Sin embargo, no hay que dejarse engañar por la impresión que ofrece el cuadro a primera vista: es cierto que la mujer no lee (ni tampoco le leen, en este caso), o sea que saber lo que dice el periódico es un lujo que a ella no le cabe. Pero es cierto también que la cultura impresa y las noticias forman parte de la vida cotidiana de esta muchacha que probablemente esté habituada a asistir a los raptos emotivos del señor cuando este se entera, por ejemplo, leyendo el diario, de cualquier noticia de implicancias para sus negocios o de una nueva contingencia en la vida política. Ni en el cuadro de Rawson que, dicho sea de paso, fue el pintor favorito de Sarmiento, ni en el de Pueyrredón, las mujeres, sean señoras o criadas, permanecen ajenas a la prensa (al igual que sucede con los iletrados de todas partes en el mundo moderno, y sobre todo en el ambiente urbano, donde los sujetos –sepan o no leer y escribir– guardan con los escritos relaciones disímiles). Las criadas también forman parte de ese mundo de revelaciones cotidianas que iluminan los signos gráficos de los periódicos, día tras día, y que resulta un material de consumo cada vez más indispensable para los señores, las señoras y todos los sujetos que forman parte de su casa, a medida que el siglo avanza. 

Fuera de estas imágenes y de otras pocas, en el arte argentino del XIX la representación de la mujer lectora de periódicos no abunda. Me atrevería a decir otro tanto del arte europeo decimonónico en general, aunque esta situación se modifica en las primeras décadas del siglo XX, cuando las mujeres ya son eximias lectoras de periódicos y semanarios, de magazines ilustrados o revistas de moda que se imprimen exclusivamente para ellas y en los que colaboran, además, asiduamente, como redactoras. Sin embargo, la literatura tanto como los ensayos y otros registros discursivos que corren al interior mismo de la prensa decimonónica sí dan sobrada cuenta, muy tempranamente, de la presencia de lectoras: reales o imaginadas, elogiadas, amonestadas o temidas, ellas han sido constantemente interpeladas por escritores y publicistas, con el propósito de modelar su perfil de acuerdo con las expectativas, los necesidades o urgencias de las diversas épocas.

¿Cuándo asoman esas primeras representaciones de la mujer lectora de periódicos en el siglo XIX? Irrumpen exactamente con la aparición de los primeros semanarios porteños, allá por 1801, cuando se publica El Telégrafo Mercantil, dirigido por Hipólito Vieytes y, poco después, en 1802, El Semanario de Agricultura y Comercio, a cargo de Cabello y Mesa. Entre sus páginas comienza a desenvolverse tímidamente lo que a lo largo de la centuria constituirá un tópico: el nexo entre educación de la mujer, civilización y progresos en los países jóvenes de América. “¿Será posible que se educa tan mal a esta preciosa mitad de nuestra especie?”, se pregunta un redactor de El Semanario en mayo de 1804. Y enseguida reflexiona así: “yo no digo que indistintamente se dirija a todas las mujeres por el camino de la ilustración y del buen gusto, porque el tiempo necesario para cultivar su razón lo necesitan las gentes pobres para ocuparlo en la labor, y para enseñarlas a reconcentrarse del todo en el cuidado y conocimiento de las cosas domésticas pero ¿por qué a las mujeres de fortuna no se les había de enseñar alguna parte de la historia, de la moral, de la filosofía, de la geografía y de la botánica? ¿Por qué a lo menos no se les había de hacer aprender a hablar el idioma patrio con pureza y precisión?” ("Educación de las mujeres", Semanario de Agricultura, Industria y Comercio, 30 de mayo 1804, número 89, tomo 2, folio 305. El Subrayado es mío). 


Mientras este redactor alienta exclusivamente la ilustración de las mujeres de clase alta, y otro alega que entre las porteñas existen muchas damas instruidas que sí leen, escriben y hasta hablan en otras lenguas, se asoma veladamente en otro número del semanario la voz de una traductora que se encarga de verter al español el artículo de un célebre naturalista francés del siglo XVIII. Se trata del Conde de Bufón (aquí bajo la firma de Lecrec), quien defiende la instrucción de las mujeres “de cualquier condición que sean”, en favor de la “civilización” y las “buenas costumbres” de los pueblos. A través de esas opiniones y en cotejo con la de los otros redactores, la divergencia sobre la necesidad de educar a las mujeres de clase baja o tan sólo a las damas de la elite queda explícitamente planteada. Y con ella puede decirse que se esboza en la prensa porteña del siglo XIX, por primera vez, el imaginario de la lectora pobre, que será retomado pocos años después en el contexto acuciante de la Revolución de Mayo, cuando la necesidad de ganar al pueblo a favor de “la nueva causa” anime a los líderes revolucionarios a decidir una serie de medidas político culturales de urgencia, que tuvieron por objeto propiciar la democratización de la lectura entre los diversos sectores de la población. La apertura de la Biblioteca Pública de Buenos Aires en 1812, la convocatoria a la creación de una marcha patriótica, el proyecto de publicar una colección de libros que divulgaran el nuevo ideario y, en ese marco, la traducción que hizo Mariano Moreno del Contrato Social de Rousseau fueron algunas de esas medidas a través de las cuales se intentó solventar desde la esfera cultural los grandes cambios en materia política. La lectora moderna, tal como la conocemos hoy, tardaría varias décadas más en aparecer, pero la nueva política, en el nuevo mundo, empezaba a crear las condiciones o la necesidad perentoria para su emergencia.
 

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Graciela Batticuore es doctora en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Investigadora Independiente del CONICET y profesora a cargo de la cátedra de Literatura Argentina del siglo XIX en la Universidad de Buenos Aires. Ha publicado entre otros,  Mariquita Sánchez. Bajo el signo de la revolución; La mujer romántica. Lectoras, autoras y escritores en la Argentina: 1830-1870. Prepara actualmente la publicación de Lectoras: imaginarios y prácticas en Argentina
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