Mollieri se despierta cuando todavía no terminó de mearse. Pero ya se acostumbró. En el geriátrico también y hace rato que le ponen pañales, así que se queda quieto y con los ojos cerrados.
— ¿Te podés dejar de hacer el tarado? Ya escuché la meada y ya sé que te despertás ahí, encima siempre el mismo sueño, qué aburrido. Dale, levantate, feliz cumpleaños— le dice Grismado.
—Imbécil.
—No, no, no, no me rompas las pelotas con tu mal humor, no en tu cumpleaños. Y tampoco es manera de hablarle a un mejor amigo.
—Un mejor amigo que se mató en mi cumpleaños.
— ¿La terminás, por favor? Todos los años lo mismo. Te lo vengo diciendo hace como quince años: ¡no me acordaba! ¿O te olvidás que tenía un reputo tumor cerebral?
—Y la mejor manera de compensarlo es, en tu cabeza reventada, aparecerte todos mis cumpleaños.
—Sí, no sé. No lo pensé. Tampoco es que lo elijo tanto, me pasa, aparezco, no sé. Y además no es tu cumpleaños nada más, es el aniversario de mi muerte.
—Aniversario las pelotas. Bueno, basta de barullo. Vas a despertar a todos y los vas a asustar.
—Ay, pero por favor, yo me voy a asustar si se levantan estas momias, además si no quiero no me ven. Qué olor feo que tienen y qué ruido que hacen hasta dormidos, ¿por qué no te matás vos también de una vez?
Mollieri se sienta en la cama. Mira para abajo y ve el bulto blanco y rugoso que le forma el pañal. Se levanta y sale al patio interno. Todavía no hay ningún viejo tomando aire, es muy temprano. “Parecés un monigote”, le dice Grismado, “No podés ni levantar los pies cuando caminás, no entiendo que es lo que te gusta de vivir así”. Llegan al pasillo que da al comedor y, al fondo, en la cocina, la enfermera prepara los termos de mate cocido y té para el desayuno. “¿No será por eso no? Decime por favor que no es porque te gusta que la enfermerita te limpie los huevos, si ya ni debés sentir nada, ¿o sí? Porque por otra cosa, no se me ocurre. ¿O es porque te gusta cuando vienen tus familiares a visitarte? Por favor, si lo hacen de compromiso. Ni siquiera te traen la torta que más te gusta en tu cumpleaños”.

La enfermera escucha ruido y se da vuelta. Mollieri está en musculosa y pañales en el pasillo resongando al aire. Se acerca y le dice que no esté así, que es su cumpleaños, que ahora ella lo va a limpiar y lo va a dejar pituco para que le canten en el desayuno y para recibir a las visitas. Mollieri se deja llevar del brazo hasta el baño grande. La enfermera lo recuesta en una camilla y le desabrocha el pañal.

“Yo no lo puedo creer. Te gusta, realmente te gusta eso. Pero vos ya perdiste todo tipo de vergüenza, ¿no te das cuenta que le das asco a esta mujer?”. Mollieri trata de ignorar a Grismado y mira de reojo cómo la enfermera saca otras dos toallitas higiénicas descartables de la caja. “¿Sabés lo que me molesta? Porque yo sé que vos pensás que soy un loco o un hinchapelotas y que lo único que quiero es que te mates desde que estás acá adentro. Pero no es eso, o sí, no sé. Pero al menos no es lo más importante. Lo que me hace reputear y joder y darle vueltas siempre a lo mismo es que me lo habías prometido”. La enfermera termina de limpiar a Mollieri y le pone un slip blanco muy grande. “Lo decíamos siempre de jóvenes. Que antes muertos que postrados, que mejor saltar desde un balcón que estar atado a una cama. Se ve que para vos era chiste. Bueno, para mí no lo fue. Al menos, alguna vez, reconocé que sos un cagón o un mentiroso. Si lo hacés, si lo admitís, no le doy más vueltas al asunto”.

La enfermera lleva a Mollieri del brazo hasta el comedor. Ya hay algunos viejos ahí y, cuando esté un poco más lleno, seguramente le canten el feliz cumpleaños. Lo más odioso de cumplir años en el geriátrico son los minutos que pasan entre el primer que los cumplas feliz de la enfermera y los aplausos del final. Nunca en su vida le gustó que le canten el feliz cumpleaños porque nunca supo qué cara poner. Pero, además, desde que vive ahí tiene que soportar ver a Grismado en la puerta del comedor, con un bonete que le tapa la mitad reventada de la cabeza, encorvado y con los brazos doblados, haciendo una mímica de canto con cara de idiota.

Ya no sabe si ese sigue siendo su amigo. Antes, cuando no estaba en el geriátrico, las visitas de Grismado eran lo que más esperaba en el año. Mollieri le contaba cómo habían ido las cosas mientras desayunaban y, después, se iban a caminar por el barrio para ver cómo estaban los bares que visitaban, qué personajes seguían yendo, quiénes no. También pasaban por la casa de Grismado a ver si justo salía su señora o si justo estaba de visita alguno de sus hijos, pero siempre de lejos y sin que los vean. La cuestión de la muerte era un tema de conversación efímero, fugaz, porque siempre había mejores cosas de las que hablar. Pero desde que llegó al geriátrico está cada vez más presente y ya casi ni se habla de otra cosa. Y Mollieri sabe que, en su momento, cuando se reían y se prometían no llegar a ser unos viejos chotos, lo pensaba en serio. “Sé muy bien que lo pensabas en serio”. La voz de Grismado lo sobresalta de la mecedora de la sala de televisión. Encima, eso. Los últimos años Grismado tenía nuevas habilidades y todo el tiempo podía adivinar en qué estaba pensando, lo que estaba soñando o lo que había hecho los últimos días.

—Ya no entiendo tus visitas.
—Las hago porque puedo, porque quiero y porque son para mí, no para vos.
—Antes nos divertíamos.
—Antes vos podías pasear, hacías cosas en el año que me gustaba escuchar, íbamos a lugares que me gustaba ver.
—¿Y qué pasa si me convencés?
—Ni siquiera quiero convencerte, quiero que reconozcas en voz alta que no te dan las pelotas para suicidarte y me pidas perdón.

La enfermera entra al salón con los dos hijos de Mollieri. Los nietos no vinieron porque salieron la noche anterior y se quedaron durmiendo, le explica el hijo, que apoya una torta Selva Negra en la mesa de madera que está enfrente del mecedor. “Nunca el lemon pie, ¿eh?”, dice Grismado al oído de Mollieri. Uno de los hijos busca unos cafés en unos vasos descartables de telgopor de la cocina y atrás la enfermera les trae un cuchillo, unos platitos y unas cucharas. Por suerte los hijos no le cantan el feliz cumpleaños  y nada más comen la torta mientras hablan de Huracán, de lo lindo que quedó pintado el geriátrico y de cómo les está yendo a los chicos en la facultad. Mollieri no puede evitar la típica súplica de me quiero ir de acá, a pesar de que Grismado lo mira desde atrás de los hijos haciendo puchero mientras ellos le explican que es muy difícil y que ahí le pueden dar mejor atención que en cualquier otro lado.

"Ustedes son dos gordos pelotudos y yo me tendría que pegar un tiro", les dice Mollieri. Los hijos paran por un segundo de comer la torta, apoyan el plato en la mesita, le acarician la espalda, le prometen que van a buscar un lugar mejor si hace falta, pero que considere lo importante que es que puedan estar prestándole atención todo el tiempo, que él ya no puede vivir sólo y que ellos no tienen lugar en sus casas, además de que trabajan y de que los chicos van a la facultad y que, sobre todo, sería cargarlos con mucha responsabilidad, que piense en eso también y en el esfuerzo que ellos hacen para poder pagar un lugar con semejantes comodidades y tan buena atención hasta que Mollieri les dice que cierren la boca, que él se debería pegar un tiro. Pero que ellos se pueden quedar tranquilos porque es un viejo postrado y un cagón. Perdón, dice al final, y respira hondo y se calma y se sienta erguido y los tres vuelven a agarrar cada uno su platito y nada más se escucha el tin tin tin de las cucharas de café que chocan en los platos y los dientes y la saliva que mastican la masa de chocolate.