Siempre quise llamarme Banana, como la heroína de un cuento que leí. Que me dijeran Ban, arrastrando un poco la a, y que el que me gusta hiciera chistes con mi nombre. Chistes amorosos, obscenos, con rimas, con palabras inventadas. Que fuéramos a su casa a divertirnos, a hacer un picnic en su living. Que él tuviera un perrito blanco y le diéramos los restos de pan como cena. Que el perrito moviera la cola. Y nosotros también. Que nos llenáramos los pulmones con música y, cuando llegara el silencio, los corazones sonaran bien fuerte. ¡Bom, bom, bom!. Y aunque comenzaran a caerse las paredes, nos siguiéramos queriendo a retumbar. 

Siempre quise rearmarme y crear algo nuevo en unos metros cuadrados de parquet. Jugar a ser ama. Ama de casa o amada en casa. O algo así. Y que el perrito estuviera siempre moviendo la cola y hubiera picnic permanente en el living; que lloviera en el baño y oliera a tierra mojada. Que la cama estuviera siempre deshecha para armar submundos de sábanas en los que perdernos cada tanto.

Que las plantas crecieran todo el tiempo y nos sirvieran de refugio anticatástrofe. Que hubiera pájaros cantando en la ventana; que fueran amigos del perrito y a veces entraran a sentarse en el parquet. Que el sol les entibiara las plumas y los pusiera a cantar. Que todos moviéramos la cola al compás.    

Quise también sancionar nuevas leyes, establecer disposiciones; firmar tratados bilaterales, evitar decretos. Que no hubiera juicios ni mediaciones ni tribunales, apenas nuestra jurisprudencia de felicidad. 

Siempre supe que lo que no nombramos no existe. Y que lo que renombramos vuelve a existir de otra manera. Por eso quise decirme de formas diferentes. Ser amarilla, un poco curva, alimenticia. Que el que me gusta me dijera otro tanto, que yo lo dijera a él un poco. Que jugáramos con eso para crear algo nuevo. 

Y que aunque el perrito no moviera la cola, no hubiera mantel para el picnic y el parquet estuviera un poco roto; aunque las plantas invadieran todo sin piedad y las rajaduras llenaran las paredes, siguiéramos ¡bom, bom, bom!, con la música en los pulmones y los submundos de sábanas; creando jurisprudencia imperfecta  de amor inofensivo.